Se preguntarán por qué el sugestivo título
de este artículo y cómo fue que con sólo 17 años llegue a Fiji. Tal vez exista
una sola palabra que ayude a describir aquella maravillosa experiencia que viví
allá por 2003, una que es tan mágica y abarcadora, que roza lo fantástico e
irrepetible: “Sueño”.
Fiji fue más que un destino turístico para mí, fue un hito
que marcaría mi existencia para siempre. Una semana de mi vida, en pleno
descubrimiento del mundo de los viajes, de los hostels y los mochileros, en la
que experimente la sensación plena de libertad, paz y armonía. Incluso me llevó
a contestarles a mis padres un correo desde la otra punta del mundo que decía
algo así como: “el año que viene no estoy convencido de estudiar, en realidad
siento ganas de viajar”, transformándome así en un kamikaze japonés que tuvo
que estrellarse contra duras respuestas, pero que con el tiempo entendería por
qué el enojo del otro lado de la pantalla.
Corría el año 2003 y me encontraba realizando una intercambia
cultural en Nueva Zelanda (*ver Nueva Zelanda, la joya de Oceanía). Un día la
familia Galyer, que gentilmente me recibió en su hogar durante 6 meses me
comentó que estarían realizando un viaje a las Islas Fiji y que sería un placer
para ellos invitarme, siempre y cuando el ticket aéreo corriera por mi cuenta.
Así fue que debí decidir entre conocer Australia, que se
encontraba a sólo 3 horas de vuelo desde Wellington (NZ) o visitar las paradisíacas
islas del Pacífico. Finalmente y tras meditarlo pensé que sería más probable volver
a ese rincón del mundo para visitar Australia, que cruzar medio planeta para
conocer una pequeña isla.
Llegó el gran día, armé mi mochila y partimos rumbo a Nadi,
la tercera ciudad más importante del país que alberga el aeropuerto
internacional y se ubica en la isla de Viti Levu. La primera impresión fue un
shock, es que después de estar casi seis meses viviendo en Nueva Zelanda
sinónimo de orden y limpieza volví a sentirme que pisaba un país
subdesarrollado. El primer impacto fue el calor insoportable que ingresó al
momento de abrirse la puerta del avión y el caos de gente en un aeropuerto
sobresaturado con todas sus escaleras mecánicas detenidas, y un idioma
totalmente extraño (a pesar de que todos los habitantes hablan muy bien inglés).
Esta ciudad no es el mejor de los lugares, por las noches no parece segura ya
que se ve mucho caos y descontrol. Muchos extranjeros descontrolados,
prostitutas y alcohol al más puro estilo Bangkok.
Desde allí nos dirigimos al puerto local desde donde
partiríamos en ferry a través de cristalinas aguas hasta llegar a nuestro
destino, la Isla Mana. Allí, mi familia se dirigió a un resort al otro lado de
la isla, y yo junto a Sarah, mi “host sister” en Nueva Zelanda arribamos al
hostel (*ver hostels en Mana) ubicado a pocos metros frente al mar.
Era la primera vez en mi vida que arribaba a un hostel, no
entendía mucho cómo funcionaba el lugar ni cómo debía uno relacionarse con
otros viajeros. Tenía apenas 17 años, lo que me convertía en el viajero más
joven de la isla además del único latinoamericano. Por suerte y gracias a la
mecánica del hosteling, automáticamente conocí a un inglés y una noruega que
nos recibieron con mucha buena onda y, con cerveza de por medio, nos comentaron
un poco como era la vida en Mana.
Tal vez esto último fuera lo más fácil y rápido de aprender
ya que en Fiji prácticamente no existen las preocupaciones. A pesar de la pobreza
y precariedad sus habitantes son conscientes de que por su cercanía al mar y
las condiciones climáticas de la zona, la naturaleza se encargará de proveerles
todo lo necesario para subsistir. Por lo tanto desde ese día pasaba a vivir en
“Fiji time”, es decir sin horarios y ni apuros.
Básicamente el objetivo de pasar los próximos días en aquel
paraíso era disfrutar del sol, snorklear por las fantásticas aguas llenas de
vida, conocer amigos y amigas de diferentes partes del mundo, compartir
experiencias de vida, tomar mucha cerveza, ron y vodka y abrir bien los ojos
para no dejar escapar en tu mente ni un solo instante de esos 10 días.
Las instalaciones del hostel eran bastante precarias, un
colchón con apenas una sábana que no contaba con red mosquitera, un pequeño
comedor al aire libre sobre la arena adonde a diario almorzábamos y cenábamos (incluido
en la tarifa del hostel, pero difícil de descifrar que era lo que ingeríamos) y
que al mismo tiempo servía de bar durante toda la noche para compartir largas
horas de charlas, juegos para beber y música.
Algunas de las actividades nocturnas más destacadas fueron
la carrera de cangrejos, un complejo sistema de competencia adonde se elije un
cangrejo y se lo coloca en un balde. Luego se dibuja un gran círculo y se
apuesta al cangrejo seleccionado, el primero en salir del circulo se alza con
el pozo acumulado.
Otra fueron los shows de bailes típico con fuego y el coro de niños locales que entonaron canciones en fijiano acompañados por el escaso ritmo de los queridos gringos que pasaban por la isla. Ningún visitante puede dejar de disfrutar de la ceremonia de “Cava”, un
extraño brebaje hecho a base de una raíz con propiedades similares al alcohol.
En realidad, la sensación es la de tomarse una cerveza caliente pero que cayó
en un charco en la tierra.
Durante el día el mismo calor te obligaba a levantarte por
la mañana aunque hubieras trasnochado y de ahí directo al mar. La isla tiene
distintos rincones muy tranquilos, a tan solo unos 40 minutos de caminata. Es
común la práctica de topless entre las europeas que conviven en un paisaje de
pescadores, que buscan su botín diario por las costas. Mana está rodeada por
arrecifes de coral, es decir que la vida marítima abunda en las profundidades.
Es fundamental llevar un snorkel ya que alquilarlo a diario se transforma en un
gasto innecesario y por algunos dólares podes comprar uno en la ciudad de Nadi.
Bajo el agua se pueden divisar estrellas de mar de color azul eléctrico, peces
de todos los colores y formas que uno se pueda imaginar que te obligan a
contemplarlos durante largos minutos.
Ahora, si no podes mantenerte en un solo lugar y estás ansioso
hacer alguna otra actividad podes contratar una lancha para conocer arrecifes
de coral más lejanos o también para hacer un tour de pesca por las fascinantes
aguas entre las diferentes islas. Esta
última fue una de las actividades que practique durante mi estadía de la mano
de Moses, nuestro capitán estrella, que no sé si sabía mucho de pesca pero
cuyas permanentes carcajadas bajo un tupido afro sin dudas me alegraron la
mañana. Además durante el viaje podés apreciar las demás islas, que por lo
general cuentan con Resorts “All Inclusive”, y pasar por las costas de la Isla
de “Cast Away” donde fue filmada
íntegramente la película “El Naúfrago”, protagonizada por Tom Hanks.
Otra cosa muy recomendable es meterse al mar de noche bajo
un cielo lleno de estrellas e iluminado por las luces de algunos veleros que se
encuentran anclados fuera de la barrera de coral. La calidez de las aguas de
Fiji te hace olvidar de cualquier otro problema que pueda acosar tu mente.
Un dato a tener en cuenta es que la mayoría de los
mochileros en Fiji son bastante jóvenes. Es muy común que los ingleses y
nórdicos hagan un viaje por Oceanía de alrededor de 6 meses antes de comenzar
sus estudios o seguir con sus actividades laborales. Estamos hablando de
jóvenes de 23 años en promedio que además de buscar conocer nuevos destinos,
buscan diversión.
Jamás voy a olvidar las conversaciones, debates sobre Europa
y Sudamérica, la anécdotas de viajeros que transitaban hace ya muchos meses por
la región, las charlas de rugby con los locales que trabajaban en el lugar y la
increíble sensación de que el tiempo no corre, porque estás 100% relajado.
Durante aquellos diez días esta fue básicamente mi rutina, que en la Isla de Mana no es agotadora sino de lo más placentera. Es tal vez el sueño de todo aquel que en un día de furia exclama: “Dejo todo y me voy a vivir a la playa”. Es la viva imagen de aquellas películas como “La Playa”, en donde la calidad de vida no se mide por el acceso a bienes sino por la naturaleza y el paraíso que te rodea.
Pero en fin es un sueño, un sueño que como todo sueño en su
mejor momento llega al final y tenés que despertarte para seguir con la vida
real. Pero lo más importante, es un sueño que vas a recordar cada día de tu
vida, ese que en el momento de máxima tensión va a levantar tus pies de la
tierra y te va transportar a ese paraíso Giramundo, a esa anhelada forma de
vivir. ¡Hasta la próxima queridos viajeros!